miércoles, 19 de noviembre de 2014

Réquiem por "La Salamandra"

La noticia de que La Salamandra decidió cerrar sus líneas de producción ha tenido cierto impacto en el mundo de los consumidores de alimentos de calidad. En el mercado de consumo argentino ese nicho está frecuentemente sometido a los vaivenes de las políticas gubernamentales y a los innumerables obstáculos que en nuestro país se recrean con la misma facilidad con la que aparecen proyectos creativos. El efecto aparentemente ha sido disparar a muchos consumidores a buscar en las góndolas productos de esa marca, secando rápidamente la plaza. Hay además una repercusión en el plano social por las personas que se quedan sin trabajo.
La Salamandra no inventó nada. Pero sumó significativamente a una tendencia que viene de algunas décadas atrás: la consolidación de hábitos de consumo de alimentos de calidad, una redefinición de los estándares con los que los argentinos definimos el buen comer. La Salamandra, bajo el liderazgo inicial de su fundador, Javier González Fraga, y después de Cristina Miguens, hizo sentir su impronta en el mercado del dulce de leche –logrando algún posicionamiento no despreciable fuera del país– y en el de la mozzarella de calidad –especialmente la de leche de búfala, the real thing–. Ultimamente la firma pasó a manos del empresario Cristóbal López, a quien ha tocado ahora tomar la decisión del cierre.
El proyecto original de González Fraga fue una audaz apuesta al desarrollo de un nicho de consumo premium, ensamblando un negocio convencional a un emprendimiento con fuertes elementos vocacionales. El proyecto de Cristina Miguens agregó una apuesta a un emprendimiento socialmente inclusivo. Incorporó a su plan de negocios también a los productos caprinos, trabajó en alianza con entidades no comerciales, como Fundapaz, y apostó al crecimiento de la pequeña producción en Santiago del Estero. La preocupación social de La Salamandra en esa etapa era manifiesta. Se basaba en un dato contundente: solamente Santiago del Estero –una de las varias provincias argentinas donde existe una economía caprina– tiene más cabras que toda Francia, para no hablar de España o Grecia, pero genera un producto muchísimas veces menor. La transformación de la industria caprina requiere tecnología, infraestructura, información, educación, asesoramiento de mercado y otros insumos, imposibles de ser generados sin una acción coordinada entre el sector público, el sector empresarial y el sector social. Muchos decían, a lo largo de ese proceso, “no va a andar”; y no anduvo.
La entrada en la escena de un empresario del perfil de Cristóbal López pudo haber despertado expectativas de un giro más comercial pero exitoso del negocio. Por lo visto, tampoco anduvo.
Es fácil declarar que se trata de fenómenos marginales, porque los volúmenes de producción y de empleo en los eslabones de la cadena de producción afectados son bajos. En general, con algunas excepciones, los nichos de productos de alta calidad no alcanzan grandes dimensiones; su importancia no deriva de la magnitud de los números involucrados, sino de impactos cualitativos difíciles de cuantificar. El dulce de leche argentino es un componente de la “marca argentina”. La Argentina podría tener un lugar en el mundo como productor de derivados de la cabra, y podría tener un lugar más destacado que el que tiene en el de la leche de búfala. Como podría tener tantas otras cosas. Nos las arreglamos para ir en la dirección contraria: estamos perdiendo el lugar de la “mejor carne del mundo”, simplemente porque hemos sabido herir a nuestra industria vacuna y destruir el mercado de nuestras carnes. El dulce de leche, la buena mozzarella, el buen queso de cabra, no son inventos argentinos, pero pueden ser fácilmente asimilables a la imagen de la Argentina como productor de buenos alimentos y buenos productos lácteos. La Salamandra, en pocos años, logró introducir una marca que puso en valor la identidad asociada a la calidad; y había comenzado a instalarse en el mundo.
La aparición de La Salamandra, hace algo más de veinte años, fue un signo de rasgos característicos de la Argentina: una sociedad con capacidad creativa, generadora de talentos y de buenos productos. Su desaparición, lamentablemente, es otro signo de la Argentina: una sociedad donde los emprendimientos innovadores parecen condenados a fracasar, donde la máquina de impedir lo impregna todo.

Por Manuel Mora y Araujo
Fuente: Perfil

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